19/10/2009 - Alexander Vórtice. NADA HAY más importante en la vida de un hombre como la amistad, la verdadera, la de quita y pon no me vale; nada tan importante como poder sonreír al lado de una persona que conoce todos tus defectos, y pese a todo, te quiere y aprecia. Escribo estas letras tiznado de dolor, de vacío aquí adentro: donde habita lo necesario, lo ciertamente trascendente. A lo largo de los años he aprendido que a los enemigos se les respeta e, incluso, se les elige: Yo los suelo elegir con sonrisa petulante, camisa de mangas largas y ojos de cuencas ennegrecidas. Estos son mis favoritos. Los otros enemigos que también me rodean, tal vez los más tocapelotas, son aquellos que en inicio fueron amigos: A estos les tengo un odio especial, y me gusta mirarles por la calle, si es que me los encuentro, directamente a los ojos, a ver quién de los dos resiste mejor el empalme de miramientos endemoniados. Pero los enemigos no son para mí cosa sería, son diversión de existencia vital pasajera, lo peor que te pueden llegar a hacer es acuchillarte en cualquier esquina de la vida que no escogí yo, la que me vino dada por un ser superior, o por evolución de circunstancia pasmosa. Y lo repito: Nada hay más importante que un amigo, nada es tan importante en la vida, nada duele más que perderle por un tiempo, lastima el alma perderlo para siempre. Esto fue lo que me pasó el pasado martes 13; sucedió en ese fatal día de herraduras, amuletos y ajos en la puerta de muchas casas, cuando murió mi estimable Luis Carlos Boullosa. Pereció en Madrid, me aseguran que de manera repentina, como si tal cosa, tal y como se suele venir a este mundo de sal y corbatas mortificadas. Recuerdo perfectamente el arañazo de incomprensión que recorrió mi espina dorsal, y la semana anterior, en la que había hablado con él lealmente, como amigos, como dos personas decentes. Aún hoy soporto esa raspadura brutal y maloliente, y sé perfectamente que se vengará de mí en el momento menos esperado, tanto sea mañana, como dentro de un año, como dentro de un lustro o una década: Porque cuando muere un amigo también tú vas muriendo con él, ya no eres un ser completo, algo te falta, algo te abuchea en las tripas, y la vida la tomas más en serio, y te acuerdas que eres tan mortal como un ciempiés en una refinería. El martes pasado feneció Luís y yo sentí pena de mí mismo. Aún no soy consciente de la perdida, porque la conciencia suele filtrar los sentimientos más profundos, los más esenciales en la vida de un hombre con el tiempo. Lo único que puedo decir ahora: “Descansa en paz, acompañante Luis Carlos”. Los que aquí nos quedamos no entendemos aún lo que tú ya has comenzado a concebir.
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